
Sociólogo. Licenciado en Sociología y candidato a Doctor en Ciencias Sociales en la Universidad Nacional de Buenos Aires. Tiene formación como especialista en Salud Pública y en Políticas Sociales. Es Director de la Maestría en Desarrollo Humano de FLACSO Argentina. Se desempeña como docente en temas de planificación, gestión y evaluación de políticas y programas en las Maestrías de Desarrollo Humano de la FLACSO, en la de Gestión Pública de Misiones, en la de Evaluación de la UNSAM, en la de Política y Planificación Social de la Universidad de Cuyo, y en la de Salud Pública de la Fundación Barceló (Determinantes Sociales de la Salud).
Actualmente, sus temas como investigador se orientan al desarrollo humano en general, de pobreza y primera infancia, y de salud y nutrición, en particular. Como especialista en temas sociales, participa en redes de evaluación, y de formulación de políticas sociales, y de salud, en particular. Se desempeñó hasta 2009 como Coordinador de Programas del PNUD Argentina. Fue Asesor del Secretario de Gabinete de Ministros, Jefatura de Gabinete de Ministros; Secretario de Estado de Políticas Sociales del Ministerio de Desarrollo Social; Coordinador de los Programas Materno-Infantiles y de Nutrición del Ministerio de Salud; y Coordinador de Proyectos de UNICEF, Argentina.
Asimismo se desempeñó como consultor de diferentes agencias de la ONU: CEPAL, UNFPA, FAO, OPS/OMS, OIT, Fue investigador en temas de pobreza, alimentación y nutrición y salud pública, en América Latina. Es autor de diversas publicaciones, artículos en libros, en revistas, y documentos.
Determinantes sociales de la salud, la pandemia y el sistema de salud
La posibilidad de disfrutar de un buen estado de salud está determinado por varias y diferentes dimensiones que afectan a la persona, a la familia a la que pertenece, a la comunidad en la que vive y trabaja, a la historia de su ciclo de vida, a la genética, y también, a las posibilidades de acceder a un sistema de salud que ofrezca servicios de calidad.
Es decir está determinado por su historia de vida, por las condiciones en que transcurrieron sus primeros años de vida ( que incluye el embarazo de su madre), por la escolarización, por el empleo y los ingresos, por las condiciones de su vivienda y su hábitat, por el acceso a la cultura y a la recreación.
Sabemos que una parte de estos determinantes se relacionan con las políticas públicas y los sistemas de servicios. En consecuencia, la suerte que tenga su desarrollo potencial estará determinada en parte por el hogar de pertenencia, por las capacidades que hayan desarrollado quienes integran su familia y progenitores, pero también, en un país con una organización federal, por el lugar en que nació, creció, se desarrolló, y actualmente vive.
América Latina es una de las regiones más desiguales del mundo. Si bien la Argentina no es el país en el que la desigualdad alcanza los valores más altos, reflejados en el Coeficiente de Gini, (0.40) vs el promedio de América Latina (0.46)[1], esos niveles crecieron como consecuencia de la pandemia en todos los países de la Región, y en prácticamente todos los países del mundo. Sufrimos una desigualdad, por clase o grupo social, por género, por edad, por etnia, y por lugar de residencia. Y además, como vamos a observar, se va agudizando también la heterogeneidad entre los propios grupos sociales y al interior de las regiones.
Esta desigualdad tiene efectos significativos en la salud. De acuerdo a la definición de la Comisión de Determinantes Sociales de la Salud de la OMS, esta se define como “una diferencia evitable e injusta en el estado de salud de distintos grupos de personas y comunidades”.[2]
Esta definición nos remite a si las políticas y los sistemas a partir de los cuales se estructura la oferta de servicios, tienen un diseño y una respuesta efectiva a las necesidades de salud de la población como un derecho, o como un servicio regulado por el estado, punto sobre el cual se hará una breve reflexión más adelante en este artículo.
Las condiciones de vida de una gran parte de los habitantes de la Región, reflejado en los niveles de pobreza por ingreso y multidimensional, que venían aumentando desde 2014, así como la desigualdad de ingresos, se deterioraron por la pandemia aún más en toda la Región, y también en Argentina, afectando particularmente a los pobres: niños, mujeres, trabajadores no registrados y desocupados, pero también a sectores medios de trabajadores, técnicos y profesionales que vieron reducidos sus ingresos reales.
De acuerdo a los resultados que arroja la Encuesta Permanente de Hogares (EPH) que releva el INDEC en 31 aglomerados urbanos del país representativa de aproximadamente el 60% de la población, muestra que la pobreza afectaba al 42% de las personas a nivel nacional, en el segundo semestre de 2020, con prevalencias del 53% y del 51% de los habitantes del Gran Resistencia y del Gran Buenos Aires, respectivamente.
Se observa también cómo la prevalencia de pobreza ya era muy elevada en 2018, y fue agravándose durante el 2020, en especial en el primer semestre. En el segundo semestre, aun cuando los niveles de pobreza por ingreso continuaron siendo muy altos, en algunos de los conglomerados urbanos del país relevados, se destaca una pequeña disminución tanto en hogares como en personas (Rosario, Bahía Blanca, Concordia, Comodoro Rivadavia, Salta), mientras que en otras continuó la tendencia al aumento (AMBA, Mar del Plata, Tucumán, Resistencia, Corrientes).
El deterioro en los ingresos que se profundizó con la pandemia, acentuó además de las diferencias entre regiones y ciudades, también la que existe entre grupos de edad. Especialmente está afectando a la niñez y a la adolescencia, al punto que al segundo semestre del 2020, 6 de cada 10 niños y niñas menores de 14 años vivían en situación de pobreza.
Del cuadro anterior se desprende la inequidad en la que viven las personas en el país. A medida que aumenta la edad, menor es la incidencia de pobreza, al punto que entre los adultos mayores es casi 5 veces inferior a la de los niños y niñas. La infantilización de la pobreza afecta el presente de la niñez argentina y compromete el futuro del país. La ausencia de una política de Primera Infancia efectiva, la proliferación de programas de muy escasa cobertura y el desconocimiento acerca de la situación del desarrollo infantil (cognitivo, motriz, lenguaje y comunicación, y socioemocional) a nivel nacional son una realidad que testimonia el atraso de la política pública frente a la mayoría de los países de la Región como Chile, Uruguay, Perú, Ecuador, Colombia, Ecuador, Costa Rica, México, República Dominicana, Jamaica, Cuba. El contexto de pobreza por ingresos y multidimensional que trajo la pandemia, coloca a nuestra niñez en situación de emergencia.
Ya no se trata de asegurar la sobrevivencia (si bien persisten problemas que se expresan en la mortalidad evitable, se ha reducido de modo significativo la mortalidad infantil y de menores de 5), sino la calidad de los 990 niños que sobreviven de los 1000 que nacen. Pese a la información de la Encuesta Nacional de Salud y Nutrición cuyos datos señalan que la prioridad debiera focalizarse en la calidad de los alimentos que les ofrecemos a nuestras niñas y niños, más que por dar alimentos. Es el sobrepeso (la malnutrición) y la baja talla, y el déficit de ciertos micronutrientes el problema de nuestra infancia y juventud, más que la desnutrición. Sin embargo, las cifras de pobreza avalan una respuesta cultural y política que pasa por aportar alimentos que profundizan el problema y que generarán adolescentes y adultos hipertensos, diabéticos y con trastornos cardiovasculares. También fracaso educativo, y reproducción intergeneracional de la pobreza.
El sistema de salud, debiera darle una mayor relevancia al control o vigilancia del crecimiento y desarrollo de los niños y niñas menores de 5 años, otorgándole especial atención al segundo componente de la actividad de control del niño sano.
El aumento de la pobreza y de la desigualdad no es como se señaló con anterioridad consecuencia de la pandemia. Ésta la profundizó. El largo proceso recesivo, que resulta en que no se crea empleo, así como al progresivo deterioro de la calidad del empleo (creciente participación del empleo no registrado y de trabajos precarios) se le suma la elevada inflación, provocando un aumento del desempleo, del subempleo, la caída de las remuneraciones, incluso del sector asalariado registrado. Esto se confirma al observar el siguiente cuadro.
Remuneraciones reales asalariados registrados privados. Remuneración normal y permanente. Corregida por estacionalidad. 1er. Trim. 2014 Base 100
Fuente: Elaboración propia a partir de información del Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social.
Es importante destacar que desde la devaluación de mediados del 2018, lo que se ve reflejado en el 2019, las remuneraciones perdieron casi 10 puntos respecto al año base, y esto se agravó durante la pandemia cuyos efectos sociales y económicos se manifestaron desde el segundo trimestre 2020 y continúa en los 2 primeros del 2021.
Un relevamiento especial realizado por el INDEC entre agosto y octubre del 2020 en CABA y GBA, mostró la magnitud del impacto de la pandemia entre los trabajadores, así como la heterogeneidad que tuvieron sus efectos en los hogares, según la condición laboral de los jefes y jefas que estaban ocupados. Por ejemplo, entre los jefes y jefas de hogar asalariados registrados, el 16% vieron disminuidos sus ingresos; mientras que para jefes y jefas de hogar asalariados no registrados, la pérdida de ingresos afectó al 21,8%; entre los jefes y jefas de hogar trabajadores independientes que realizan aportes a la seguridad social un 57 % vieron reducidos sus ingresos, proporción que ascendía al 70% entre los independientes que no aportan a la seguridad social.
Estos valores que evidencian el deterioro de la condición social y el resultado desigual en los hogares, puede también observarse en la magnitud de las diferencias de las remuneraciones promedios de diferentes actividades productivas y/o de servicios. Según datos del Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social, la evolución fue la siguiente:
Evolución de las diferencias en las remuneraciones promedio de ramas de actividad seleccionadas por ser las más bajas y las más altas. Período Junio 1995 a Junio 2021.
Fuente: Elaboración propia a partir de información del Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social.
La información muestra una diferencia que fue creciendo entre las remuneraciones promedio de asalariados según la rama de actividad en la que se desempeñan, lo cual es expresión de la disparidad en las rentas de las empresas de cada sector. También se destaca el escaso valor relativo de los salarios que se observa entre quienes se desempeñan en el sector salud (comprende tanto a profesionales como a técnicos, administrativos y personal de maestranza) y quienes lo hacen en las actividades más rentables (en este caso la de asalariados de empresas mineras y de hidrocarburos). Como referencia, se reflejan en el cuadro las remuneraciones promedio de quienes se desempeñan en la Enseñanza, que están entre los más bajos.
Estos cambios tan relevantes en las condiciones de vida de la población, tienen su reflejo en el sistema de salud. No solo, para quienes perdieron su trabajo o su condición de trabajador registrado, que se ven obligados a volcarse al subsector público, porque perdieron su afiliación a la obra social. También el impacto que la caída de los salarios tiene en los aportes a las obras sociales, así como una heterogeneidad que viene creciendo en los últimos años en los ingresos de los trabajadores de cada rama de actividad que se refleja en las diferencias en los recursos que tienen las obras sociales, y que podrían expresarse en diferencias en las prestaciones para sus afiliados.
Tomando en cuenta lo anterior considero que es oportuno preguntarse que ocurrió con nuestro sistema de salud durante la pandemia? Al igual que en gran parte de los países del mundo, la atención de la pandemia impactó y estresó a casi todos los componentes del sistema. En particular a los hospitales, y a aquellos con unidades de terapia intensiva.
Pero quizás lo más relevante es que por primera vez en décadas, la perspectiva no se acentuó en la diferenciación respecto al carácter público o privado de los servicios de atención. Sino en si el “sistema” facilitó y pudo responder a los requerimientos para testear, a disponer de servicios de terapia, y/o de insumos críticos como el oxígeno.
Se generó la necesidad de una coordinación con diferentes grados de formalización que era casi inexistente antes del COVID-19, para utilizar los recursos disponibles, para intercambiar información, para proveer y analizar registros sobre testeos, sobre positividad, sobre ocupación de camas de todos los efectores de salud en cada jurisdicción por COVID-19, tanto en establecimientos públicos como en privados, así como por fallecimiento de pacientes.
Seguramente que existieron deficiencias, problemas de coordinación, dificultades sobre la integralidad y oportunidad para registrar, procesar y hacer accesible la información sobre COVID. Pero, para todos los actores del sistema, para los medios de comunicación, y para gran parte de la sociedad, de algún modo cobró sentido la percepción de que existe un sentido en contar con un sistema, y con una coordinación y/o gobernanza de tal sistema.
En igual sentido, esta percepción se reforzó con la vacunación como “bien público”. Incluso por el impacto negativo que provocó en todos los sectores sociales, la “apropiación” que violando las pautas establecidas acerca de los grupos prioritarios para acceder a la vacunación, hicieron sectores del poder político.
No es momento para “aprovechar” esta experiencia social que generó la pandemia para plantearnos la importancia de construir un sistema de salud que, como el que tenemos, reproduce e incluso contribuye a ampliar las diferencias sociales (por sector de actividad, por la condición de trabajador, por el género, por la edad, por la jurisdicción en que nació, creció, vive y trabaja).
La morfología del actual sistema de obras sociales, y el PAMI, se conformó hacia fines de la década de los ’60, inicios de los ’70. Eran momentos de casi pleno empleo, una gran parte del empleo era registrado, las diferencias en las remuneraciones era menores que en tiempos presentes, la pobreza por ingresos afectaba a menos del 10% de la población, y se vivía aún procesos de movilidad social ascendente. La posibilidad de mayor igualación y equidad en la atención de la salud estaba dada más por ese contexto que por la misma estructuración del sistema que la contradecía.
Mucho se ha escrito y reflexionado acerca de la fragmentación, ineficacia, ineficiencia y el carácter inequitativo del actual sistema de atención. Es decir, la conformación de nuestro sistema contribuye a reforzar los determinantes sociales de la salud y no a atenuarlos. Sin lugar a dudas que la tendencia hacia la diferenciación social ha sido global y también nacional. Pero también sabemos que la pandemia ha provocado mayor pobreza y mayor desigualdad, y que el sistema de salud debería por lo tanto, ser revisado y reformado. Y esta reflexión está ocurriendo en muchos países del mundo, incluso en muchos que ya tienen un sistema nacional de salud que se había debilitado por no recibir los recursos necesarios. [3] [4]
No es momento de reforzar nuestros intentos en favor de la reforma? La situación económica y los efectos sociales que sufre nuestro país así lo exigirían. No es imaginable que la mejora pase por generar más recursos a cada uno de los múltiples segmentos, instituciones y organizaciones que lo conforman, para que todo siga igual. Simplemente porque es previsible que los recursos requeridos para mejorar el sector público y atenuar los déficit de las obras sociales no existirán.
Ello coloca como desafío a la necesidad de vertebrar un nuevo sistema, porque este no solo no da respuestas, ni buenos resultados, sino que no es más sostenible. Se podrá generar en los actores y en la sociedad una visión de que la salud es un derecho humano, y que todos y todas, en especial los más vulnerables, deben poder acceder a una atención de calidad? Esto pareciera posible si pudiera acordarse la posibilidad de barajar y dar de nuevo, aprovechando los recursos públicos y privados que el país dispone, revalorizando la salud más que la enfermedad, jerarquizando la atención primaria, la intersectorialidad, y fortaleciendo ciertas instituciones, en especial el crucial campo de los recursos humanos tanto en su formación como en la forma de contratación, y una justa retribución. La experiencia de la pandemia mostró que es factible construir algo diferente. El contexto lo exige.
ANEXO
Hogares según escala per cápita familiar por fuente laboral y no laboral, cantidad de miembros promedio del hogar y relación de dependencia. Total 31 aglomerados urbanos. Primer trimestre 2021.
Hogares según acceso a servicios públicos. Total 31 aglomerados urbanos.
Ocupados registrados. Promedio anual (miles de ocupados).
Fuente: Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social.
Remuneración promedio de los trabajadores registrados del sector privado según rama de actividad.
Remuneración por todo concepto según sector de actividad económica (a nivel letra CIIU), a valores corrientes.
[1] CEPAL, Panorama Social 2020. La información refiere a 2019, año que muestra un empeoramiento de la desigualdad en varios países de la Región, como Brasil, Colombia y Ecuador, y una mejora en otros como México, Perú y Paraguay, entre otros.
[2] OMS. Determinantes Sociales de la Salud y COVID-19. Reunión Consejo Ejecutivo. 148 Reunión. Enero 2021.
[3] Kojo Nimako, Margaret E Kruk, Seizing the moment to rethink health systems, Lancet Global Health, September 2021.
[4] The Lancet, Editorial, Will the COVID-19 crisis catalyse universal health reforms? July, 2021.